* Por Alú Rochya
Hablamos,
sí. ¿Nos escuchamos? ¿Realmente escuchamos al otro? ¿Escuchamos lo otro, lo diferente a lo nuestro?
¿Escuchamos?... Oímos, sí, pero ¿escuchamos?
Porque, se sabe, oir y escuchar no es lo mismo. Oir, oímos
en general. Percibimos los sonidos, captamos las palabras y hasta decodificamos
los símbolos lingüísticos. Oímos, hacemos uso de nuestro sentido de la audición. Pero al oir no prestamos demasiada atención.
Recogemos el discurso pero no aprehendemos los mensajes. Oimos lo que se dice
pero no lo que se quiere decir.
Escuchar es
otra cosa. Es una recepción fina, oir pero en particular, prestando atención; es
decodificar el contenido, el mensaje, lo esencial. Oir es como aprender una
música “de oído”, escuchar es leer toda la partitura, con todos su detalles.
Escuchar es abrir todos los canales para que el otro, lo otro, llegue hasta
nosotros. Y para que lo que nos llegue sea exactamente lo que es. No lo que nos
imaginamos, lo que suponemos, lo que nos parece, sino lo que es. Oímos con el oído y
escuchamos con el alma.
-Sabes?,
ando con ganas de morirme...
-Pero
déjate de joder, qué es eso, no hables pavadas. A mí también ya me aconteció,
ya se te va a pasar....
Hay un tipo
enfrente nuestro que dice no tener más ganas de seguir viviendo. El sólo
enunciado ya es grave. ¿Qué le sucede a ese hombre? ¿Está cansado de la vida?,
acaba de sufrir un desengaño?, viene sobrellevando alguna enfermedad terminal?,
anda padeciendo una profunda depresión?, ha enloquecido?, simplemente su equipo
de fútbol favorito acaba de perder un cotejo decisivo?.. Las preguntas básicas,
casi obligatorias, el interrogante mínimo (qué te pasa? por qué?) respecto de
lo que siente y piensa ese hombre quedan silenciadas por las palabras del otro,
que expresan lo que siente y piensa el otro, el que supuestamente debería
escuchar, para quien se trata de pavadas,
En la
mayoría de los casos no nos escuchamos. La mayor parte del tiempo no nos
comunicamos, sólo tomamos turnos para hablar.
Escúchame,
quiero decirte algo
¿Y porque
acontece tamaña asimetría? ¿Será que escuchamos con nuestros propios temores,
con nuestras ansiedades, nuestras ambiciones y deseos? ¿Será que escuchamos con
nuestras proyecciones y así le ponemos una pantalla, un filtro, a los que nos
llega? De tal modo resulta imposible receptar lo que viene del otro, lo que nos
llega desde fuera de nosotros. Y terminamos escuchándonos a nosotros mismos, lo
que tenemos adentro. Lo otro, lo que viene de afuera apenas actúa como un
disparador. Sin saber lo que el otro nos quiere comunicar no puede haber
verdadera comunicación y así, el contacto con el otro no existe.
-Sorda!
-Gorda???...
Más gorda será tu abuela!!!
En lugar de
receptar los datos nuevos de la realidad que se nos presenta, recibimos lo de
afuera como un estímulo que nos dispara lo que nosotros sentimos y pensamos, y
de tal modo pasamos a bloquear esos datos ajenos y a hacer un mero repaso de
nuestro archivo de datos personales.
-Lo que
pasa es que vos escuchás lo que querés..
- ...
Cuando un
perro nos ladra, lo primero que sentimos es la amenaza de un perro que quiere
atacarnos, cuando en realidad y en la mayoría de las veces los perros ladran
por miedo a ser atacados. Sí, en general escuchamos lo que queremos. Sucede
como en el cuento del necio que comía jabón blanco creyendo que era queso. Un
amigo lo advierte de su equívoco y le demuestra que es jabón. El necio,
largando espuma por la boca pero apegado a su propio archivo, responde: “será
jabón, pero tiene gusto a queso”.
El necio hizo oídos sordos a lo que dijo el
amigo y por eso mantiene inmodificable, intacta, su propia creencia. Escucha
condicionado por los registros de su mente y así se queda afuera de la
realidad. ¿No es así la locura?
Como
tenemos ideas preconcebidas, puntos de vista personales, cuando nos disponemos
a “escuchar” sólo lo hacemos para confirmar esas ideas. En general no queremos
escuchar otra cosa. Y esa conducta nos recluye en una torre, prisioneros de
nosotros mismos, secuestrados en un autismo esterilizante, frustrando toda y
cualquier evolución personal, negándonos a la conciencia del todo (nosotros,
los otros, lo demás), parciales, incompletos, infelices.
Las
palabras en sí mismas, no dicen demasiado. Solas, sueltas, hasta confunden.
Cada palabra viene con su hora, con su tono, su sentimiento, su energía
particular. La palabra mamá puede querer decir muchas cosas diferentes y hasta
contrapuestas. Amor, abrigo, cuidado, alimento, mimos, comprensión, ternura,
paciencia. Pero también puede querer decir odio, desamparo, frialdad, furia, amenaza, castigo, crueldad,
desamor. La palabra mamá, así, sola, dice poco. Todo va a depender de quien la
pronuncie, cómo, cuándo, dónde, en qué contexto, con qué evocaciones
personales. Y más aún va a depender de quien la oiga, pues para este receptor el vocablo tiene un significado personal que no debe distorsionar el significado del emisor. Y para eso hay pasar de oir la palabra a escucharla bien. Con los oídos y con el alma.
El rayo no
es el trueno
El sonido
es un lenguaje, un medio para comunicar algo. No es el algo. Las palabras y los
demás sonidos traducen algo que acontece; son otra cosa, no la palabra en sí,
el sonido en sí. El rayo no es el trueno; lo anuncia, avisa que ha llegado que
ya está aquí, pero no es el trueno. El llanto de un bebé no es el hambre del
bebé sino el modo que usa el bebé para pedir una teta. El suspiro de una
enamorada no es el sentimiento de embriaguez del amor inaugurado, es la sutil
reflexión acerca del carácter maravilloso y nutritivo de ese sentimiento
singular. Si una pena nos atraviesa y el amigo nos dice “sé fuerte, no te
caigas” no está pidiéndonos que conservemos la vertical sino que mantengamos
elevado el ánimo. El rumor del agua que corre en la noche quieta no es el agua;
y sin embargo solemos decir “escuchá el agua...”. Por ahí va la cosa, por
escuchar lo que es, no apenas la forma de su anuncio.
El punto es escuchar, ver lo que está detrás de las palabras, detrás de los sonidos. Y para eso se precisa estar atento, poner atención, una atención relajada.
Liberarse
de cualquier obligación de imputar datos y, en cambio, recibir el fluir de esos
datos, la energía de esos datos que nos revelará el mensaje. Liberarse de
cualquier interés personal porque ese interés nos hará escuchar lo que deseamos
y no la verdad. Una vez que tengamos la verdad –nos guste o no esa verdad-
podremos evaluar como calza con nuestro interés. Aunque a veces, como dice el
poeta, saber la verdad sea como restregarse con arena el paladar. Pero si no
accedemos a la verdad, nuestras acciones posteriores no servirán de nada pues
estarán pisando en falso. Conocer la verdad libera nuestras potencias, nos hace
potentes, nos empodera. Para conocer la verdad es indeludible escuchar
verdaderamente todo.
-...me estás escuchando?
-ahh?... disculpa, es que estaba con la cabeza en otra cosa.
Con la
cabeza en otra cosa... Es decir, nos engañábamos y engañábamos al otro. No
estábamos escuchando, estábamos en otra cosa. Cuando miramos una puesta de sol
sobre el horizonte, escuchar-ver la puesta de sol es eso mismo y no
ponernos a describirla, elogiarla, compararla. Porque cuando hacemos todo eso
dejamos de asistir a la puesta de sol con todos nuestros sentidos. Asistamos a
ella y nada más. Y descubriremos cosas que nunca antes percibimos.
¿Tenemos idea de todo lo que nos perdemos al no escuchar del modo cierto? ¿De todo lo que dejamos de enterarnos? ¿De todo lo que dejamos de conocer de otro, de un lugar, de una situación, de un momento? ¿Nos hacemos una idea de todo lo que dejamos de comprender y todo lo que esa falta de comprensión nos complica la vida cotidiana, nuestra relaciones, nuestros trabajos?
¿Tenemos idea de todo lo que nos perdemos al no escuchar del modo cierto? ¿De todo lo que dejamos de enterarnos? ¿De todo lo que dejamos de conocer de otro, de un lugar, de una situación, de un momento? ¿Nos hacemos una idea de todo lo que dejamos de comprender y todo lo que esa falta de comprensión nos complica la vida cotidiana, nuestra relaciones, nuestros trabajos?
Hay muchas
más estrellas
La vida
está aconteciendo en un momento raro del mundo. Todo está confundido, mezclado,
contaminado, pleno de contradiciones. Podríamos afirmar, sin temor a
equivocarnos, que es um momento de pasaje de una era para otra. Y ahí está
esa convulsión toda. Desaparecieron todas las certezas. En un momento como éste
se torna imperioso decodificar qué está pasando para intentar comprender de qué
va la cosa. Y para lograr comprender hay que saber escuchar. Pues hay muchas más estrellas de las que podemos ver.
Los tiempos
están corriendo raudos, produciendo transformaciones en una velocidad
espantosa. Si no acompañamos los cambios cambiando también nosotros, la vida nos pasará
por encima y un buen día nos descubriremos anclados en la nada. Escuchar es
ver, es sentir otras cosas diferentes a las nuestras. Si descubrimos cosas
diferentes a las nuestras, descubriremos, con alegría, que el mundo es mucho
más amplio y la vida muchísimo más rica. Y podremos ver que nuestro camino
puede ensancharse y nuestra vida enriquecerse. Podremos, en definitiva,
transformarnos, misturando, combinando, sintetizando nuestra propia riqueza con
el resto. Y así acompañar la transformación de los días, danzando con ellos.
El escuchar
es un arte. De gran belleza y comprensión. Y ese arte, básicamente, consiste
simplemente en escuchar. Dejando de lado nuestros preconceptos. Con el corazón.
Los que aman saben escuchar. Porque están en contacto con lo que aman. Sin otro
interés que el estar en contacto, escuchan sin condicionamientos, libremente. Y ese escuchar libre ilumina la verdad y la verdad nos ilumina.
¿Qué tal si
la próxima vez que alguien nos diga algo probamos ensayar simplemente
escucharlo? Sin ideas previas, sin pensamientos, sin la cabeza en otra cosa,
abiertos, curiosos. Directamente en contacto con el otro, dejándonos llevar por
el río verbal del otro, sin ofrecer resistencia, sin colocar barreras entre
nosotros y aquello que no deseamos escuchar. Atento a lo que las palabras
arrastran en su fondo. Si logramos ese contacto, sabremos si lo que el otro
dice es verdadero o falso. Y, créase o no, así nos liberamos. Porque el puro
acto de escuchar trae su propia libertad. La liberación que produce la verdad.
Enseñaba un gran maestro: “Estamos constantemente tratando de ser esto o aquello. De capturar
alguna experiencia o de evitar otra. Así, andamos con la mente siempre ocupada;
jamás está quieta para escuchar el ruido de nuestras propias dificultades. Si
nos escucháramos también a nosotros mismos, sin preconceptos, alertas a
nuestros propios conflictos y contradicciones, sin forzarlos para que calcen
dentro de un patrón particular de pensamiento, dentro de una regla, dentro de
una moral, dentro de una ideología, de una creencia, tal vez esos conflictos y
esas contradicciones dejarían de existir como tales, cesarían por completo. Y
nos sentiríamos libres”.
Escuchar lo
que es tal cual es –nos guste o no-; escuchar la verdad –triste o alegre-,
libera. Aliviemos nuestra sordera y abramos de par en par nuestro corazón.
Hagamos la prueba. Liberémonos. Al final de cuentas, todos tenemos derecho a
ser libres y felices. q
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