“Ahh... cuánta paz, qué bueno este silencio... y qué lindo es sentir el aire puro entrando en mis pulmones... cuando vengo acá, siento que rejuvenezco 20 años, puede usted creer? Tal vez un día me venga a vivir aquí, definitivamente, sabe?...”. Así me hablaba cierta vez -en medio de un bucólico valle serrano cortado por un arroyo de aguas cristalinas- un empresario que vivía en una gran urbe latinoamericana, corriendo atrás de su eterna y descarnada lucha contra sus competidores comerciales en pos de mantener y aumentar sus ganancias financieras. Mientras celebraba el arribo a su casa de campo, extasiado en los azules-dorados-rosas que pintaban el diáfano cielo del atardecer, sin voltear ni por un instante la mirada hacia mí -como quien confiesa vergonzosamente un pecado- el hombre completó el argumento que lo empujaba hacia otra vida: “...es que en la ciudad están locos, todos están muy locos, y ya no aguanto más”.
La ciencia va revelando que su intuición andaba por el camino correcto. Investigadores del Instituto de Salud Mental de la Universidade de Heidelberg, Alemania, liderados por el neurólogo Andreas Meyer-Lindenberg han concluído en que vivir en una ciudad grande puede afectar negativamente la salud mental de las personas. En un estudio publicado en la revista Nature se muestra cómo el cerebro de los citadinos responde a los estímulos de estrés social de manera claramente diferenciada y desgastante comparada con el de aquellos que viven en el campo.
Peor puede haber resultado pasar la infancia en una concentración urbana. “Vivir en una ciudad grande durante los primeros años de su existencia significa que la persona quedará más alerta a situaciones de estrés para el resto de su vida”, afirma Jens Pruessner, pesquisador del Instituto Universitario de Salud Mental Douglas, en Montreal y uno de los participantes del estudio.
Un habitante de una metrópolis como São Paulo, Buenos Aires o Bogotá activa con más frecuencia sensores de la amígdala cerebral que controlan emociones como la ansiedad y el miedo. Como esa amígdala es muy sensible, el ciudadano termina desarrollando respuestas a situaciones de estrés o amenaza aun cuando ellas no existen.
Un habitante de una metrópolis como São Paulo, Buenos Aires o Bogotá activa con más frecuencia sensores de la amígdala cerebral que controlan emociones como la ansiedad y el miedo. Como esa amígdala es muy sensible, el ciudadano termina desarrollando respuestas a situaciones de estrés o amenaza aun cuando ellas no existen.
Meyer-Lindenberg y su equipo descubrieron la asimetría de esos mecanismos realizando un mapeamiento cerebral basado en imágenes producidas por resonancia magnética funcional, una técnica de visualización del cerebro en tiempo real.
Ese monitoreo se llevó a cabo en la humanidad de un grupo de voluntarios tanto de zonas rurales como urbanas, y permitió comprobar como, ante variados estímulos, diversas áreas del cerebro se activan mucho más en los segundos que en los primeros. De este modo, se observó que los de zonas rurales o pequeñas ciudades responden más tranquilos, con menos estrés y menos desgaste a situaciones negativas.
Los pesquisadores anuncian que el próximo paso será un estudio mayor y más puntual acerca de las variables que sostienen esas diferencias, como densidad poblacional, encuentros con extraños, cantidad de espacio disponible, tipo de habitación, etc. Es decir, nos proveerán datos que, en mayor o menor medida, todos conocemos para demostrar lo que todos sabemos desde siempre: la vida en el campo es más tranquila, más saludable y más feliz.
Sin embargo, la humanidad parece querer ir a contramano de ese saber concentrándose, cada vez más, en centros urbanos y proyectando para 2050 un número que deberá andar altededor del 80% de habitantes amontonados en las urbes. Por qué? En las respuestas a esa pregunta está la clave de una transición hacia una nueva vida, hacia el buen vivir. Como Dios manda. q
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