La libertad de ser uno mismo

quarta-feira, 28 de setembro de 2016



 "Al éxito y al fracaso, esos dos impostores
trátalos siempre con la misma indiferencia.
-Rudyard Kipling-
* Por Miriam Subirana

En los años que llevo acompañando a la gente en su desarrollo personal, observo que hay ciertas preguntas que nos planteamos prácticamente todos en algún momento de nuestra vida y que prevalecen desde la Antigüedad. Tendemos a darle vueltas a cuestiones del tipo ¿quién soy yo realmente? o ¿cómo puedo llegar a ser yo mismo? Y a la hora de las respuestas hay una tendencia a martirizarse, a funcionar bajo unas creencias que nos bloquean y estresan ante la posibilidad del cambio y la incertidumbre que de él deviene. 

Las personas se orientan a menudo por lo que creen que deberían ser y no por lo que son en realidad. Se vive demasiado condicionado por los juicios de la gente y se trata de pensar, sentir y comportarse de la manera en que los demás creen que debe hacerlo. Es como si quisiéramos ser quienes no somos.

Occidente ha creado una sociedad competitiva en la que se aspira al éxito y la excelencia, y se tiene al fracaso como algo horroroso. Desde la infancia aprendemos juegos de competición y somos considerados por otros como hábiles o torpes, buenos o malos. En el colegio nos juzgan los profesores y compañeros de clase. Sentimos la presión de tener que ser el número uno en nuestra promoción, en el deporte, en definitiva, en nuestro ámbito. En vez de disfrutar de cada etapa, nos centramos en procurar ganar para alcanzar el primer puesto en todo, y esto va configurando la identidad (falsa) de cada uno.

El papel de los padres también es básico: frases como “esto es bueno”, “no seas malo” o “esto no se hace” son típicas en el vocabulario de los progenitores. Pero el abuso de este tipo de indicaciones puede menguar el carácter del niño. Crecemos dando importancia a la opinión de los demás y a su mirada, porque creemos que determinan nuestro valor en la comunidad. Una vez adentrados en el mundo universitario y laboral, la cantidad de maneras en las que creemos que podemos "fracasar" sube en escalada. 

Cada encuentro con alguien puede recordarnos algo en lo que somos "inadecuados". Desde el estilo de ropa hasta el corte de pelo. Alguien le dirá que se relaje y disfrute más, otro le reclamará que no trabaja suficiente y que está desperdiciando su talento; alguno le recomendará que se centre en la lectura o que hinque más los codos. 

Por otro lado, la imagen que proyectan los medios de comunicación también puede generar frustraciones personales. ¿Tiene la presión normal, ha viajado suficiente, cuida a su familia, está al día de política, su peso es el adecuado, hace suficiente deporte, ha visto la última película más taquillera? Este tipo de cuestiones hace sentir que cualquiera no está a la altura de las circunstancias.

Ser o no ser
El filósofo existencialista Sören Kierkegaard (1813-1855) señalaba que la forma más profunda de desesperación es la de aquel que ha decidido ser alguien diferente de sí. El psicoterapeuta estadounidense Carl R. Rogers decía al respecto: “En el extremo opuesto a la desesperación se encuentra desear ser el sí mismo que uno realmente es; en esta elección radica la responsabilidad más profunda del ser humano”. Esa es nuestra principal tarea, todo lo demás debe ser afluente que tribute a ese río. 

Cuando el individuo decide mostrar su verdadera personalidad debe tomar consciencia de qué visión tiene de su persona. Cuando logramos tener esa imagen realista no nos ahogamos con objetivos inalcanzables ni nos infravaloramos con propósitos que nos empequeñecen. Para ello debemos plantearnos metas adecuadas a nuestro carácter. Un ejemplo: el que quiere adelgazar pero no se ve más delgado. Por mucho esfuerzo que haga, no será duradero y volverá a ganar peso, porque sigue sin verse más flaco. Si quiere perder peso de verdad tendrá que cambiar la imagen que tiene de sí mismo, verse en su versión más delgada y modificar ciertos hábitos mentales y de conducta para llegar ahí, a esa imagen.

Para ser uno mismo es necesario conocerse 
y ser consciente de hasta qué punto
la imagen que uno tiene de su persona
coincide con su yo real y auténtico. 

Se trata de dejar de verse como una persona inaceptable, indigna de respeto, inútil, poco competente, sin creatividad, obligada a vivir insegura según normas ajenas. Hay que aceptar las imperfecciones. Cuando logre verse e aceptarse como alguien con fallos que no siempre actúa como quisiera, disfrutará más y se cuidará mejor.

Los epicúreos griegos reseñaban la importancia de ejercitarse en evocar el recuerdo de los placeres pasados para protegerse mejor de los males actuales. Sin ir tan lejos, la indagación apreciativa, un método basado en la nueva psicología positiva que surgió en los ochenta, nos invita a buscar las experiencias más significativas de nuestra vida, descubrirlas y revivirlas. 

Todos hemos vivido alguna historia positiva y significativa. Rescatarla del pasado y apreciarla en el presente nos dará confianza. Por otro lado, para poder ser uno mismo, uno debe conocer su núcleo vital, es decir, todo aquello que le mueve y motiva para seguir adelante. Esta esencia vital le llena de esperanza, mientras que si uno vive en sus sombras acaba desesperándose, se angustia, se apaga y se deprime. Incluso puede llegar a ser agresivo consigo mismo. Nietzsche decía al respecto: “El mal amor a uno mismo hace de la soledad una cárcel”.

Abandonar las barreras defensivas
Cuando eso ocurre, es fácil que uno se enclaustre en su pequeño mundo, donde su percepción se vuelve borrosa porque se ha desconectado del importante núcleo vital. Entonces vienen a la cabeza preguntas como estas: ¿qué debería hacer en esta situación, según los demás? o ¿qué esperan mis padres, mi pareja, mis hijos o mis maestros que yo haga? En este estado se actúa según pautas de conducta que, de alguna forma, le impone la gente que le rodea. Esto le reprime y su capacidad creativa queda mermada. Entonces es fácil entrar en rutinas para “quedar bien” y se dejan de explorar nuevas posibilidades.

Cuando uno logra de nuevo conectar consigo mismo se vuelve más creativo y las preguntas cambian: ¿cómo experimento esto?, ¿qué significa para mí? Si me comporto de cierta manera, ¿cómo puedo llegar a darme cuenta del significado que tendrá para mí? Es decir, por fin ha pasado de plantearse qué estarían esperando los demás y empieza a considerar qué es lo que realmente quiere usted.

 “Sé tú mismo, los demás puestos ya están ocupados”.
                                                                                                                          Oscar Wilde

Para ello es necesario abandonar las barreras defensivas con las que se ha enfrentado a lo largo de su vida y experimentar lo que ha estado oculto en el interior. Así podrá llegar a convertirse en una persona más abierta, desarrollará una mayor confianza en sí misma, aceptará pautas internas de evaluación, aprenderá a vivir participando del proceso dinámico y fluyente que es la vida.

Ser uno mismo y vivir sin máscaras implica sinceridad y autenticidad. Para el jesuita Francisco Jálics, ser auténtico es más valioso que ser sincero: la persona sincera dice lo que piensa; la auténtica, en cambio, lo que efectivamente siente.

Para ser uno mismo hay que ser soberano de la propia personalidad, es decir, plenamente autónomo y completamente propio. Para ello, además de quitarse las máscaras, debe deshacerse de los malos hábitos y de las opiniones falsas. Debe desaprender. 

Los filósofos de la Antigüedad aconsejaban incorporar las siguientes prácticas para lograr esta independencia mental: 
  • encender la luz de la razón y explorar todos los rincones del alma
  • filosofar 
  • dedicar tiempo para ocuparse de sí mismo 
  • prestar atención a cada una de nuestras necesidades 
  • evitar las faltas o los peligros 
  • establecer relaciones consigo mismo 
  • adquirir el coraje que le permitirá combatir las adversidades 
  • cuidarse de manera que uno se cure 
  • convertir estos ejercicios mentales en una forma de vida. 
Como decía el filósofo griego Epicuro, nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para que uno se ocupe de su propia alma.>

*Miriam Subirana es conferenciante, coach, escritora, artista. Formadora en Indagación Apreciativa.
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Índigos e cristais na transição planetária

sexta-feira, 16 de setembro de 2016



A transição planetária é um período de acontecimentos e ajustamentos planetários necessários em nossa galaxia que, no caso da Terra, porão fim ao atual estado da nossa civilização que precisa sofrer uma grande modificação e dar início a um novo  ciclo evolutivo para o qual devemos estar preparados (física, mental e espiritualmente) aumentando o nosso estado de vibração e ampliando nossa consciência. 

Para isso todos devemos mudar nossos hábitos e pensamentos diários para um mundo mais evoluído onde só permanecerão os que merecem continuar a viver na Terra após esta sofrer uma grande transformação para ser toda renovada e elevada a uma outra dimensão. 

Pessoas índigos e cristais estão chegando a nosso planeta em número crescente com o intuito de ajudar aos seres humanos a alinhar-se com essa profunda mudança.  No seguinte vídeo, Luiza Tomasuolo nos entrega maior informação sobre o ponto. Vale a pena dar uma olhada. 


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A medicina que não vê pessoas

quinta-feira, 1 de setembro de 2016



Nos primeiros tempos do homem -e mesmo em certos recônditos lugares até hoje- o serviço de curar as pessoas estava reservado àqueles que detinham um poder espiritual. Bruxos, pajés, xamãs, curandeiros procuravam remover as desarmonias dos corpos para que estos ficassem aptos a serem utilizados pelas almas encarnadas neles e os espíritos que os animavam. Quer dizer, o objetivo da cura era facilitar a realização da alma das pessoas; permitir a estas poder cumprir com o roteiro de aprendizagem aqui na Terra, liberando o veículo do corpo para ele manifestar com a maior fidelidade possível os anseios da entidade espiritual.

Para o autêntico sanador o importante é a pessoa e não a doença. Por tanto, conhecer a pessoa era o passo mais importante para acertar no diagnóstico da enfermidade. E, dependendo das características da pessoa, de sua atividade, de sua situação pessoal e dos condicionamentos de seu entorno, em seguida poder precisar as ações da cura. 

Imhotep ("aquele que vem em paz”), foi um singular sábio, vizir do faraó e sumo sacerdote do deus sol Rá que viveu no Egito antigo (2655-2600 a.C) e é considerado o verdadeiro pai das ciências médicas. Ele alentou a criação dos primeiros hospitais do mundo, que eram santuários de cura onde médicos e sacerdotes cuidavam dos doentes, em corpo e alma. 

Aprendendo medicina  no Egito, na Escola dos Mistérios, Hipócrates de Cos, estimado, por sua vez, como o pai da medicina do mundo ocidental, dizia que aliviar a dor é obra divina. E é assim mesmo, porque a realização e a evolução da entidade espiritual que somos é vontade e objetivo da divindade maior conhecida como Deus, Grande Espírito, Ser, Natureza, Vida.

E assim era, até que um dia a caminhada do homem se bifurcou. Uns continuaram abraçar os legados da magia e outros partiram em procura de outras respostas naquilo que denominaram a ciência. E foi por este caminho da ciência em que, a medida que o homem ia se deslumbrando com as descobertas, foi se esquecendo do homem. O salto tecnológico da segunda metade do século 20 fez o restante e a medicina tradicional deu no que deu: uma ferramenta limitada em sua capacidade de cura, alheia às verdadeiras necessidades das pessoas.

Hoje, já no século 21, Dhruv Khullar, um jovem médico residente no Hospital Geral de Massachusetts e na Escola de Medicina de Harvard (Estados Unidos), relata uma experiência que da conta do extravio da medicina tradicional e dos próprios profissionais. Num artigo publicado no The New York Times, ele conta como os médicos, treinados para diagnosticar, perdem a capacidade de ver as pessoas. O seguinte é o texto completo:

"A sexta-feira à noite no pronto-socorro... 
... é exatamente como você imagina. Ela começa devagar: um homem de meia idade com pneumonia; uma idosa com infecção urinária que a faz delirar. Então chegam dois ataques cardíacos ao mesmo tempo, seguidos por um motorista bêbado com a cabeça sangrando e metade das costelas fraturada. À meia-noite, eis que chegam algumas moças embriagadas de uma festa de despedida de solteira que, podemos assumir, não correu como deveria.


Em meio ao caos, saio para cumprimentar um senhor magro, calmamente deitado em uma maca no corredor. Dou uma olhada em seu prontuário e exames anteriores: seu câncer de próstata resiste a vários tratamentos com quimioterapia; a coluna vertebral está tomada por tumores e ele tem vomitado tudo o que come ou bebe há semanas. Não consegue mexer o lado esquerdo do corpo depois de um derrame recente.

Ele dá um sorriso meio torto, mas simpático. "Não está sendo o melhor mês da minha vida" -me disse. "Sinto muito", respondo.

E passo a perguntar sobre os sintomas, quando começaram, o quanto pioraram. Ele me pergunta onde me formei e se eu tenho uma namorada. Pergunto se está tonto e se há sangue nas fezes. Ele diz que emigrou da Grécia há exatos 50 anos. Ganhara uma bolsa no MIT e estudou Engenharia Elétrica. Lá, conheceu a esposa – "uma cozinheira fantástica" – e abriu sua primeira empresa.

Agora, décadas depois, está sozinho em um pronto-socorro lotado, sexta à noite – a esposa morreu, os dois filhos estão no exterior. Uma enfermeira o visita uma vez por semana em casa para ajudá-lo com alguns medicamentos e para se certificar que os vários tubos saindo do seu corpo não estão infectados.

Eu continuo com meu interrogatório e pergunto quando seu intestino funcionou pela última vez. Aí, ele me olha direito aos meus olhos e, calmamente, me disse: "Filho, estou morrendo. Estou sozinho. Um dia você vai saber que uma boa morte é muito mais que a frequência do funcionamento do intestino"... E aí, eu paro.

Pessoas e não apenas pacientes
Em muitas coisas sou melhor hoje do que quando comecei minha jornada para me tornar um médico, há mais de dez anos. Mas acho que compreender os pacientes como pessoas e vê-los no contexto de suas vidas longas, belas e bagunçadas não é uma delas.

Os médicos são treinados, primeiro, para diagnosticar, tratar e curar – e segundo, para consolar, aliviar e acalmar. O resultado é uma perda lenta da visão, uma incapacidade de perceber quem e o que as pessoas são além de pacientes que vemos no hospital.


Quando adquirimos habilidades novas e mais técnicas, começamos a desvalorizar o que tínhamos antes de começar: compreensão, empatia, imaginação. Vemos os pacientes usando os trajes hospitalares e meias antiderrapante em vez de jeans e bonés de beisebol e treinamos nossos olhos para ver as assimetrias, erupções cutâneas e vasos sanguíneos, ao mesmo tempo em que os desprogramamos para perceber inseguranças, alegrias e frustrações.

Quando um grande volume de dados, o consenso e os algoritmos de tratamento permeiam a medicina, pequenos gestos de bondade e espontaneidade – o equivalente à atenção de segurar uma porta aberta e puxar uma cadeira – caem no esquecimento.

Mas, no final, todo tratamento é feito no nível do indivíduo. Podemos aprender mais sobre as preferências ou a tolerância ao risco do paciente particular quando explicamos os prós e os contras de um exame ou procedimento específico, mas uma compreensão robusta e holística precisa de uma apreciação mais profunda de "quem é essa pessoa com quem estou falando?".

Um olhar além do sofrimento
Na Grã-Bretanha, um corpo de pesquisa pequeno, mas cada vez mais significativo, descobriu que permitir que os pacientes contem suas histórias de vida é benéfico para ambos os lados. A pesquisa – focada principalmente em pacientes mais velhos e outros residentes de instituições de tratamento – sugere que fornecer um relato biográfico pode ajudá-los a compreender suas atuais necessidades e prioridades e permite que os médicos desenvolvam relacionamentos mais próximos com eles, pois podem ver com clareza "a pessoa por trás do paciente".

Recentemente, nos Estados Unidos, o Medicare (plano de saúde estatal para idosos)  começou a pagar os médicos para que falem com seus pacientes sobre o planejamento de fim de vida. Essas conversas permitem que os pacientes discutam e explorem suas preferências sobre uma série de intervenções médicas complexas, incluindo testes clínicos, transferências para a UTI, uso de respiração mecânica ou tubos de alimentação e o desejo de morrer em casa ou no hospital.

Essas discussões também podem se beneficiar de uma abordagem biográfica, na qual os pacientes seriam capazes de elaborar sobre o que é e o que sempre foi mais importante em suas vidas. Para melhor atendê-los, precisamos ver não só quem eles são, mas também quem eles eram, e em última análise, quem esperam se tornar no fim da vida.


O quanto seríamos melhores nos diagnósticos, prognósticos e curas se tivéssemos uma compreensão mais abrangente da pessoa à nossa frente? E se víssemos não só o sofrido senhor grego na maca do pronto-socorro, mas também o orgulhoso adolescente cruzando o Atlântico para começar uma nova vida, meio século atrás?

O pronto-socorro é, por natureza, uma arena projetada para a rapidez de raciocínio e ação. Certamente há outros lugares, momentos e circunstâncias mais propícios para se falar sobre metas de atendimento e incursionar pela vida dos pacientes.

Mesmo assim, há sempre um momento de graça e significado em que podemos ajudar os pacientes a encontrar no tempo que lhes resta, um momento que lhes remeta a uma época em que se sentiam mais vivos, mesmo que seja só uma conversa fugaz sobre comida grega e circuitos elétricos em um pronto socorro lotado, no final de uma noite de sexta-feira".

A experiência de Dhruv Khullar e, sobretudo, sua lúcida reflexão nos sinaliza que já está sendo o tempo para a ciência recuperar sua própria alma e se encontrar com a espiritualidade. Com certeza, resultará num casamento encantador, fazendo uma decisiva contribuição à transição planetária que irá a nos depositar numa outra dimensão humana, mais justa, mais amorosa, mais bela.    
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