Intercambiar en lugar de comprar, compartir para no tirar,
funcionar en redes por fuera de la lógica de acumulación. Del foodsharing al
financiamiento colectivo, del carpooling al canje gratuito de alojamiento, en
el mundo empieza a desarrollarse una economía alternativa capaz de reemplazar
el uso convencional del dinero gracias a una herramienta imprescindible: la
tecnología. ¿Podrá sostenerse en el tiempo?
Maike Majewski se sirve un vaso de jugo de manzana de un tetrabrik con canilla. Tiene otras 14 cajas, en pago por cosechar manzanas en una finca de las afueras de Berlín, Alemania, donde vive. Saca dos panes irregulares de una bolsa y los tuesta; los consiguió por medio de la plataforma Foodsharing. Una hora antes de cerrar, una pastelería cercana posteó que le quedaban panes sin vender. Maike se ofreció a retirarlos; a la vuelta pasó por una verdulería asociada a la red y rescató kilos de brócoli, papa y lechuga. Es demasiado; tendrá que cocinarlos pronto para que no se arruinen y ofrecerlos a los vecinos. Baja al jardín y saca de la huerta común un poco de puerro.
En el hall de entrada del edificio, cada vecino pegó en su buzón stickers que muestran lo que comparte: muebles, herramientas, libros, ropa. Busca una olla grande en la biblioteca de objetos compartidos, entre mochilas, juguetes y trineos. Sube al ático, donde hay un estudio común que prestan a huéspedes ocasionales que llegan a través de redes de hospitalidad gratuita como Couchsurfing. La última donó una camiseta a la canasta de Gratiferia. Maike se sienta junto a su máquina de coser y la "upcicla": la arregla hasta dejarla mejor que nueva...
A unos 12.000 kilómetros, en Chascomús, Argentina, Soledad Giannetti llega con sus tres hijos al EPA, Espacio Participativo de Aprendizaje. Allí un grupo de chicos juegan en una casa de barro construida por sus padres con sus propias manos. Todos los padres aportan cuatro horas semanales, ya sea cuidando a los chicos, mejorando el espacio o cumpliendo otras tareas en la comunidad Akapacha: cocinar, limpiar, atender el almacén orgánico.
Soledad trabaja en la organización y, entre otras actividades, coordina compras colectivas de verduras. Akapacha está compuesta por unos 15 adultos y es, a la vez, un espacio de experimentación en permacultura y colaboración y un ecolodge que recibe a voluntarios de todo el mundo por medio de la plataforma online de trabajo en granjas orgánicas Wwoof.
Unos 700 kilómetros al norte, Jésica Giudice se trepa a un techo para enseñar a poner una antena en plena Pampa de Achala, Córdoba, ahí donde internet es una ilusión de algo que pasa en la capital. Junto a su pareja, Nicolás Echániz, y una red de colaboradores on y offline, crean y enseñan a crear redes digitales comunitarias en pueblos que, para los proveedores de telecomunicaciones, son económicamente inviables. Trabajan con código abierto y materiales económicos, bajo el concepto de tecnología apropiada: la que permita a la propia comunidad resolver el problema.
Maike Majewski se sirve un vaso de jugo de manzana de un tetrabrik con canilla. Tiene otras 14 cajas, en pago por cosechar manzanas en una finca de las afueras de Berlín, Alemania, donde vive. Saca dos panes irregulares de una bolsa y los tuesta; los consiguió por medio de la plataforma Foodsharing. Una hora antes de cerrar, una pastelería cercana posteó que le quedaban panes sin vender. Maike se ofreció a retirarlos; a la vuelta pasó por una verdulería asociada a la red y rescató kilos de brócoli, papa y lechuga. Es demasiado; tendrá que cocinarlos pronto para que no se arruinen y ofrecerlos a los vecinos. Baja al jardín y saca de la huerta común un poco de puerro.
En el hall de entrada del edificio, cada vecino pegó en su buzón stickers que muestran lo que comparte: muebles, herramientas, libros, ropa. Busca una olla grande en la biblioteca de objetos compartidos, entre mochilas, juguetes y trineos. Sube al ático, donde hay un estudio común que prestan a huéspedes ocasionales que llegan a través de redes de hospitalidad gratuita como Couchsurfing. La última donó una camiseta a la canasta de Gratiferia. Maike se sienta junto a su máquina de coser y la "upcicla": la arregla hasta dejarla mejor que nueva...
A unos 12.000 kilómetros, en Chascomús, Argentina, Soledad Giannetti llega con sus tres hijos al EPA, Espacio Participativo de Aprendizaje. Allí un grupo de chicos juegan en una casa de barro construida por sus padres con sus propias manos. Todos los padres aportan cuatro horas semanales, ya sea cuidando a los chicos, mejorando el espacio o cumpliendo otras tareas en la comunidad Akapacha: cocinar, limpiar, atender el almacén orgánico.
Soledad trabaja en la organización y, entre otras actividades, coordina compras colectivas de verduras. Akapacha está compuesta por unos 15 adultos y es, a la vez, un espacio de experimentación en permacultura y colaboración y un ecolodge que recibe a voluntarios de todo el mundo por medio de la plataforma online de trabajo en granjas orgánicas Wwoof.
Unos 700 kilómetros al norte, Jésica Giudice se trepa a un techo para enseñar a poner una antena en plena Pampa de Achala, Córdoba, ahí donde internet es una ilusión de algo que pasa en la capital. Junto a su pareja, Nicolás Echániz, y una red de colaboradores on y offline, crean y enseñan a crear redes digitales comunitarias en pueblos que, para los proveedores de telecomunicaciones, son económicamente inviables. Trabajan con código abierto y materiales económicos, bajo el concepto de tecnología apropiada: la que permita a la propia comunidad resolver el problema.
Todo eso pueden lograrlo en contacto con activistas de redes
libres de todo el mundo, con quienes comparten código e ideas. Por ejemplo, con
André Gaul, el creador de la iniciativa similar Freifunk, en Berlín, que hoy
provee de internet a una creciente comunidad de refugiados.
Maike, Soledad, Jésica, Nicolás, André y otros miles son
protagonistas de un cambio sigiloso: el que lleva de la competencia por los
bienes escasos a la abundancia compartida. Muestran que hoy los problemas
vienen de la mala distribución o, algo peor, de la escasez artificial: un
modelo de negocios basado en vender cosas nuevas. Para eso se inventó la
obsolescencia programada, que hace que el teléfono de 2014 no sirva para nada
en 2016.
Una gran red que se teje velozmente
"Cuando miro las fotos de la juventud de mis padres, me sorprende ver que todos fumaban, en todos lados", dice Gabriel Weitz, rosarino, ingeniero, trabajador de Google. "Nuestros hijos se van a asombrar y a avergonzar de que viajemos con tres lugares vacíos en el auto". Para superar ese sinsentido ambiental y económico, fundó la ONG Soluciones Tecnológicas Sustentables (STS). De allí surgió en 2013 Carpoolear, una plataforma online para compartir viajes en auto. No es una idea original: hay cientos de plataformas de carpooling en el mundo. La más exitosa, BlaBlaCar, les cambia la manera de transportarse a más de 10 millones de personas.
Todavía hoy es normal ir con asientos vacantes en el auto. También tener coches estacionados en la calle 23 horas por día, casas de veraneo que se habitan un mes al año y pagan impuestos por 12, vestidos que se usaron una sola vez, garajes llenos de electrodomésticos obsoletos, patines que quedaron chicos, comida que se pudre en la heladera, aunque muy cerca haya gente que necesite eso que no se está usando. ¿Cuántas veces esperaste un colectivo durante 20 minutos viendo pasar auto tras auto semivacíos?
Ante cualquier necesidad, material o inmaterial, la respuesta normal desde mediados del siglo XX era salir a comprar. Ahora cambiaron las formas de ser, consumir, producir, facilitadas por la tecnología. Un poco techie, un poco solidaria, la economía colaborativa evoca bicicletas, permacultura y ciberactivismo, liberalismos de izquierda y derecha, monedas sociales y bitcoins, huertas y drones.
Viajar alojándose en casas particulares, financiar un proyecto mediante el crowdfunding o vestirse con lo que otro ya no usa; compartir la clave del wifi, fabricar una prótesis con un archivo de código abierto y una impresora 3D son formas nuevas que avanzan día a día instalando las semillas de una arquitectura económica hasta ayer nomás desconocida y que, como rótulo general podemos llamar de economía colaborativa, el gran paraguas que reúne las opciones entre pares, descentralizadas y horizontales. Es parte del mundo que está cambiando. Velozmente.
Y con esa velocidad, la gran red colaborativa se teje y crece cotidianamente. Alojamiento y turismo; movilidad y transporte; financiamientos de proyectos; distribución y trueque de alimentos; compra, venta, alquiler o préstamo de herramientas y otros objetos; información y conocimiento; espacios compartidos para trabajo y vivienda, son apenas algunos ejemplos de las formas que se van diseñando con asombrosa creatividad dando luz a una nueva economía destinada a cambiar el funcionamiento social de la humanidad.q
Una gran red que se teje velozmente
"Cuando miro las fotos de la juventud de mis padres, me sorprende ver que todos fumaban, en todos lados", dice Gabriel Weitz, rosarino, ingeniero, trabajador de Google. "Nuestros hijos se van a asombrar y a avergonzar de que viajemos con tres lugares vacíos en el auto". Para superar ese sinsentido ambiental y económico, fundó la ONG Soluciones Tecnológicas Sustentables (STS). De allí surgió en 2013 Carpoolear, una plataforma online para compartir viajes en auto. No es una idea original: hay cientos de plataformas de carpooling en el mundo. La más exitosa, BlaBlaCar, les cambia la manera de transportarse a más de 10 millones de personas.
Todavía hoy es normal ir con asientos vacantes en el auto. También tener coches estacionados en la calle 23 horas por día, casas de veraneo que se habitan un mes al año y pagan impuestos por 12, vestidos que se usaron una sola vez, garajes llenos de electrodomésticos obsoletos, patines que quedaron chicos, comida que se pudre en la heladera, aunque muy cerca haya gente que necesite eso que no se está usando. ¿Cuántas veces esperaste un colectivo durante 20 minutos viendo pasar auto tras auto semivacíos?
Ante cualquier necesidad, material o inmaterial, la respuesta normal desde mediados del siglo XX era salir a comprar. Ahora cambiaron las formas de ser, consumir, producir, facilitadas por la tecnología. Un poco techie, un poco solidaria, la economía colaborativa evoca bicicletas, permacultura y ciberactivismo, liberalismos de izquierda y derecha, monedas sociales y bitcoins, huertas y drones.
Viajar alojándose en casas particulares, financiar un proyecto mediante el crowdfunding o vestirse con lo que otro ya no usa; compartir la clave del wifi, fabricar una prótesis con un archivo de código abierto y una impresora 3D son formas nuevas que avanzan día a día instalando las semillas de una arquitectura económica hasta ayer nomás desconocida y que, como rótulo general podemos llamar de economía colaborativa, el gran paraguas que reúne las opciones entre pares, descentralizadas y horizontales. Es parte del mundo que está cambiando. Velozmente.
Y con esa velocidad, la gran red colaborativa se teje y crece cotidianamente. Alojamiento y turismo; movilidad y transporte; financiamientos de proyectos; distribución y trueque de alimentos; compra, venta, alquiler o préstamo de herramientas y otros objetos; información y conocimiento; espacios compartidos para trabajo y vivienda, son apenas algunos ejemplos de las formas que se van diseñando con asombrosa creatividad dando luz a una nueva economía destinada a cambiar el funcionamiento social de la humanidad.q
* Marcela Basch es periodista e idealizadora de El Plan C
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